Saludos desde quimioterapia
"No solo me estoy transformando sino que recuerdo siempre que soy un Espíritu Bien Bravo".
Una reconocida banda de rock y yo, taggeados en la selfie de M.
Fui al perfil de la #capitanamarvel quien desde el centro médico, ataviada con la mascarilla de rigor, arponazo de elixir químico en el brazo, me daba un guiño digital.
La señal atravesó montañas y me reventó el pecho. Café lechero en mano, mi llanto ahogado agarró pretexto para la catarsis de tanto, de todos.
Los Espíritus Bravos nos reconocemos por la forma de agarrar a la vida por los cuernos.
A algunos los he visto jalar media maleta y vástago, para salir huyendo en medio de la noche, al reconocer un acto de violencia física –después de ocho años de velados insultos-.
Otros tienen los cojones de terminar una relación de pareja luego de casi una década. Con la bravura de reponerse a un quiebre de esos, en un país extranjero, con poca plata y la brújula descompuesta.
Hay Espíritus Bravos que saltan del circo corporativo, donde todo en papel se ve perfecto, pero la depresión grita ya otra cosa.
Derrochan voluntad: con mucha dignidad pueden comer atún con pasta, a cambio de libertad. Se atreven a ser empresarios, contra viento y marea.
Les sobra estómago para volverse a levantar.
Es fácil reconocerlos en las reuniones estratégicas: son los únicos que nombran al elefante blanco, mientras altas jerarquías se concentran en cubrir sus flácidos traseros.
Unos tienen la osadía de reconocer sus privilegios: garbo, postura, tierras, herencias.
Se atreven a sobresalir, porque saben que la bioluminiscencia nunca fue su culpa. Usan la estela para iluminar a otros.
También conozco Espíritus Bravos, que cruzan infiernos personales de muchas lunas para convertirse en familia. Gracias a la donación de células, la reproducción asistida, o la adopción.
He sido testigo de cómo abrazan su ascendente Leo, para reconocer –ante su atónita sorpresa- que su misión de inspirar a otros. Reciben corona y cetro.
Están los que reciben la invitación a la bravura, a través de un diagnóstico duro de salud. Se amarran las gónadas para caminar la prescripción: una hora a la vez. Gritan en terapia, y se recuperan de parálisis, derrames, amputaciones y síncopes.
Algunos se fajan el traje de luces para darle la estocada final -después de chicuelinas, verónicas, gaoneras-, a esa deuda que parece toro de lidia, embistiendo sin tregua.
Los Espíritus Bravos se identifican, no sólo en sobreponerse a las mareas agitadas.
Son los pocos que tienen las agallas para tolerar la felicidad sin sentir ápice de culpa, duda o preocupación.
Los he visto presenciar el último aliento de sus padres, o enterrar a sus hijos. Sin morir, sin negarse al duelo ni a la vida que sigue.
Son peligrosos, porque se han graduado de la última de las condenas: la opinión ajena.
Astutos y obstinados, con las metas escurridizas.
De humor fino, culto, ágil, a veces cáustico.
Poseen la envidiable destreza para poner límites, la vulnerabilidad para pedir ayuda, y la gracia del cisne para atravesar cualquier circunstancia.
No hacen proselitismo de la lucha personal con sus demonios.
Reconoces a los Espíritus Bravos por lo que no hacen: No pelean con la realidad. No hacen aspavientos. No mienten, no fingen, no aparentan una vida para la que no les alcanza ni la cartera ni la agenda. Jamás se justifican, ni avientan culpas.
Pero sobre todo: no se hacen pendejos.
Yo encontré mi aullido entre ellos, me reconocí en su compañía. Igual que ellos recuerdan quienes son, a través de mi voz.
Abrazo,
Jess.